Una ola de nubes emerge del
pacífico. Los ojos queman con el frío y ciegan los primeros pasos de quien
camina por ecuador. Se percibe la blancura de las calles, nunca estuvieron así.
Se percibe los jóvenes vagando por mareos de alcohol, risas y besos. La espera
para subir el cerro es incesante, la búsqueda por una visión más clara de las
cosas es desesperadora. Por fin llega el chofer, escuchaba rockabilly, un tanto
moderno para las viejas tradiciones y costumbres porteñas. Era necesario partir
y subimos a toda velocidad por los pasillos de colores ahogados por la niebla,
todo parecía más gris. Un aroma a mar congelado recorre las narinas extrañas a
ese aroma. Era gélido, bonito y triste al mismo tiempo. Llegamos arriba. En
este momento, si saltamos podemos tocar el cielo, literalmente. Las luces
amarillas son parte del escenario ya tan conocido. Ahora parecen pequeñas luciérnagas a la distancia. Desde acá es
posible percibir como la fog porteña alcanza gran parte del centro de la
ciudad. Una bella imagen en una memoria inolvidable.