lunes, 23 de julio de 2012

dulce mar.


Una ola de nubes emerge del pacífico. Los ojos queman con el frío y ciegan los primeros pasos de quien camina por ecuador. Se percibe la blancura de las calles, nunca estuvieron así. Se percibe los jóvenes vagando por mareos de alcohol, risas y besos. La espera para subir el cerro es incesante, la búsqueda por una visión más clara de las cosas es desesperadora. Por fin llega el chofer, escuchaba rockabilly, un tanto moderno para las viejas tradiciones y costumbres porteñas. Era necesario partir y subimos a toda velocidad por los pasillos de colores ahogados por la niebla, todo parecía más gris. Un aroma a mar congelado recorre las narinas extrañas a ese aroma. Era gélido, bonito y triste al mismo tiempo. Llegamos arriba. En este momento, si saltamos podemos tocar el cielo, literalmente. Las luces amarillas son parte del escenario ya tan conocido. Ahora parecen pequeñas  luciérnagas a la distancia. Desde acá es posible percibir como la fog porteña alcanza gran parte del centro de la ciudad. Una bella imagen en una memoria inolvidable.